domingo, 14 de enero de 2018

Adentro

Las pequeñas tensiones quieren llamar mi atención. Amanecí con un tirón en mi mano derecha y en mi pierna izquierda, tal vez por el entrenamiento de ayer. Mi gata juega detrás de la cortina, reconoce mi estudio, o más bien, uno de sus cuartos. 

Se empiezan a escuchar las voces de los vecinos. El papá que despierta a sus hijos porque es hora de desayunar, la mamá que discute, el que habla cosas de domingo, el que busca algún objeto, el que hace alguna pregunta... son palabras difusas.

Los pájaros que hace una hora cantaban extasiados, están un poco más tranquilos. Algunos se posan en la palmera, otros vuelan en círculos grandes, otros se van para otros árboles; otros llegan, otros parecen mensajeros entre un árbol y otro. 

Aquí huele un poco a frutos rojos, un poco a café. Noto que mi respiración es superficial y que el aire no me expande. Mis pensamientos también lo son; no me expanden. Están acá, sentados conmigo, mirando la pantalla del computador, un poco difusos, un poco dormidos, un poco normales, un poco enredados. 

No hay preguntas que no pueda resolver. No hay nada que importe más que los procesos internos. ¡Qué fáciles a veces! ¡Qué difícil es recordarlo la mayoría del tiempo!  Hay que recordarlo siempre; a veces todo lo que busco es la confirmación de esto en alguien más. En él (ojalá existieran más personas como él), en los grandes libros, en la música que me desgarra o que me sana, en las palabras que escribo y que viajan en espirales al rededor de la misma idea. Todo está conectado. 

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